¡Que se mueran los poetas! El auge del humanismo y la pasión por el estilo


En su libro, Variaciones sobre la historia del arte. Ensayos y conversaciones (Edhasa, Buenos Aires, 2015), el célebre historiador del arte Ernst H. Gombrich aborda con soltura y previsión muchos aspectos relacionados con su campo de especialización. Su serie en cuatro volúmenes Estudios del Arte del Renacimiento (1966) comprende los títulos Norma y forma; Imágenes simbólicas; El patrimonio de Apelles; y Nueva luz sobre los Antiguos Maestros, e hizo una importante contribución al estudio del simbolismo en la obra de este período. En el fragmento que reproducimos, el autor plantea algunos aspectos muy conocidos acerca de los orígenes del Humanismo como movimiento cultural, incidiendo, eso sí, en su importante componente política de regeneración y catarsis. El texto, además, constituye una excelente introducción al tema en cuestión, dada su vocación pedagógica, su claridad expositiva y su nula pedantería. Puede leerse un fragmento más extenso en este enlace.

Se acepta en general que el hombre que fue el principal responsable de la proclamación de un renacer, o de la necesidad de un renacer, fue Francesco Petrarca. Nació en 1304, murió en 1374. Como sabrán, fue un italiano que vivió gran parte de su vida en Francia. Tuvo que vivir en Aviñón debido al cautiverio babilónico de la Iglesia Romana, y seguramente el sentimiento de insatisfacción, el anhelo de una renovación de Italia tuvieron mucho que ver, entre otras cosas, con ese golpe contra el orgullo romano: que la Iglesia Romana ya no estuviera situada en Roma. Porque Petrarca (como lo llamamos) consideraba que la historia, toda la historia, era una alabanza de Roma. Como heredero de la gran tradición imperial, heredero de la alabanza de los conquistadores del mundo, debía ver la sede del poder transferida a Francia, y sin duda ése fue uno de los motivos que le hicieron anhelar un retorno, en todos los sentidos del término.

Pero en primer lugar Petrarca era un poeta. Era un poeta con un maravilloso oído para la lengua –para la belleza de la lengua, la belleza del latín así como la belleza del italiano– y para la precisión y la elocuencia. Le disgustaba y despreciaba la jergosa terminología técnica que se empleaba en las universidades. No sólo anhelaba un nuevo nacimiento del poder y la gloria de Roma, sino de la bella lengua de Virgilio, de Horacio y de Cicerón. En 1338 él mismo comenzó un poema en hexámetros latinos llamado África, sobre Escipión el Africano, y en los primeros de esta épica se dirige a su propio poema empleando los términos a los que haré referencia:

Pero si tú [refiriéndose al poema], como mi mente espera y desea, 
sigues vivo mucho después que yo, nos aguardan tiempos mejores. 
El sueño del olvido no persistirá en todos los años futuros. 
Una vez que la oscuridad se haya acabado, 
quizá nuestros descendientes puedan retornar 
al brillo puro y prístino.

Este “retorno al brillo puro y prístino” que Petrarca anhelaba podría interpretarse en términos tanto religiosos como seculares. El mundo estaba corrompido, deteriorado por una tradición de mala calidad, y era necesario recuperar lo que se había perdido en la tenebrae, en la oscuridad, en el medium aevum, la Edad Media.

Había razones sólidas para el reclamo y el anhelo de Petrarca. Sabía perfectamente bien que muchos de los autores clásicos que tanto admiraba, en caso de que llegaran a ser accesibles, no lo eran fácilmente a través de sus manuscritos. Sus amigos los buscaban con empeño, y él mismo descubrió nuevas cartas de Cicerón y nuevas Décadas de Livio. Comenzó la moda de recuperar autores de la antigüedad cuyas obras se habían perdido o se hallaban extraviadas en las bibliotecas monásticas. Al mismo tiempo que estudiaba el bello estilo de estos autores antiguos que tanto admiraba, tenía conciencia de que algunos de los valores y gran parte del conocimiento que poseían también se habían perdido. En particular, por supuesto, el conocimiento del griego. Los autores antiguos constantemente hacen referencia a Homero, a Platón y a otros. Petrarca, que intentó aprender griego y se contactó con especialistas bizantinos, nunca consiguió aprenderlo, pero era muy consciente de la necesidad de recuperar lo que manifiestamente estaba perdido para Occidente… es decir, la capacidad de leer griego. No quiero dar la impresión de que nadie en el Occidente latino había leído griego en lo que hoy aún llamamos la Edad Media, pero había muy pocas oportunidades de aprender esa lengua.

Ahora bien, este nuevo énfasis en la belleza del estilo de los antiguos, en el conocimiento que se había perdido y que debía recuperarse, estuvo desde el principio asociado a la idea de “edades”. El origen de la idea de que hay diferentes “edades”, períodos, en la historia se remonta a una idea mítica –la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Hierro, etcétera– y a la esperanza del retorno de la Edad de Oro que fue consagrada en uno de los más famosos poemas antiguos, la cuarta égloga de Virgilio, que había profetizado que el reino de Saturno regresaría una vez más –redeunt Saturnia regna– y que había esperado que con el retorno de la Edad de Oro la civilización renaciera. En esto había una nueva fe en lo que vendría, algo que purificaría la adulteración del pasado para empezar de nuevo, y el principal blanco de la crítica –y es interesante con respecto a la situación en nuestros días– eran el sistema educativo y las universidades. ¿Qué demonios habían estado haciendo, y qué estaban haciendo ahora al permitir que estos grandes tesoros de la antigüedad fueran tan gravemente descuidados?

Me concentraré un momento en la relación entre la situación de la universidad y esta idea de que había algo que debía recuperarse, de que la vieja y corrupta rutina debía desecharse, porque aquellos que estaban especialmente resueltos a lograr un buen estilo, aprendiendo un correcto latín y un correcto griego, sentían que no había en verdad un buen espacio para ellos en el sistema universitario. Como sabrán, el sistema de aprendizaje medieval se dividía según las artes llamadas “liberales”. Eran siete. Tres de ellas, preliminares: gramática, dialéctica, retórica. Estaban relacionadas con las palabras porque antes de aprender algo tenías que aprender a expresarte, a ser elocuente. Por eso aprendías gramática, por supuesto gramática latina; dialéctica, argumento lógico; y retórica, discurso. Esto conformaba el Trivium –las tres vías–, y el término “trivial” sigue siendo un eco del hecho de que éstas eran las materias elementales. Se puede decir “esto se aprende en la escuela primaria, esto es trivial”. La etapa siguiente era el Quadrivium, las disciplinas más elevadas, basadas en el verdadero conocimiento que se diferencia de las meras palabras, el conocimiento de los números: aritmética, geometría, astronomía y música.

Hoy cuando hablamos de las materias de las artes y de las materias de las ciencias, y del supuesto conflicto entre ambas, de alguna manera aún nos hacemos eco de esta división entre los que se interesan en las formas de expresión elegante y los que se interesan en el conocimiento más que en la opinión. Así es como se consideraba a las ciencias matemáticas en ese entonces. Se ha dicho, y es correcto, que en las universidades del Renacimiento había una rebelión del Trivium contra el Quadrivium; una rebelión de los que se interesaban en el lenguaje y ya no querían tener un papel secundario porque las cátedras de las universidades se dividían según principios muy distintos. Según la carrera que se quisiera seguir –derecho, medicina, teología–, había un lenguaje muy técnico y libros de texto técnicos consagrados a cada una de ellas. Y los que querían enseñar retórica y las otras materias preguntaban: “¿Y a nosotros cuándo nos toca? Estos fueron los que llegaron a conocerse como umanisti… lo que llamamos “humanistas”. Se trataba de hombres que exaltaban la importancia del lenguaje. En la vida real muchos eran diplomáticos, secretarios, estudiosos, gente en cuyas carreras era muy importante la facilidad para escribir una buena carta o pronunciar un discurso impactante. Muy a menudo no eran teólogos, sino laicos. Y sin embargo es totalmente engañoso pensar el “humanismo” como un movimiento que reaccionó contra la Iglesia Romana. El término “humanismo”, a diferencia de umanista, es una invención del siglo XIX, y veremos que el siglo XIX tendía a exagerar por completo la oposición entre el Renacimiento y los llamados siglos cristianos.

Los humanistas también afirmaban que en el pasado había habido una muy mala tradición de aprendizaje, y se concentraron ante todo en cultivar el estudio de los autores de la antigüedad y su propio estilo. Hay un diálogo escrito por Leonardo Bruni a principios del siglo XV en el que un amigo le preguntó a un humanista, un comerciante y aficionado llamado Niccolò Niccoli, por qué no participaba de ninguno de los debates que habían sido tan apreciados en la Edad Media. Él replicó: “Si al menos tuviésemos los libros que contienen la sabiduría. Si al menos nuestros ancestros no hubieran sido tan ignorantes. Hasta los textos de los libros que aún existen están tan corrompidos que no pueden enseñarnos nada. ¡Qué tiempo es este en que la gente promete enseñar lo que evidentemente ni ella misma sabe! Cuando abren la boca más que pronunciar palabras enuncian solecismos. Si les preguntan cuál es la autoridad que invocan, dirán Aristóteles, pero los libros a los que hacen referencia son de un estilo tan tosco, inepto y disonante que no es posible prestarles atención, y no puede tratarse del verdadero Aristóteles. Ni él mismo se reconocería con ese aspecto”.

La actitud de las jóvenes generaciones hacia los profesores universitarios tradicionales era esa. En 1397, a finales de siglo, escuchamos un reclamo contra esta brigata, los jóvenes que se consideraban superiores. Con el fin de parecer eruditos ante el hombre común, gritan en la plaza pública, discutiendo cuántos diptongos existen en la lengua de los antiguos, y por qué hoy el anapesto de cuatro pies métricos breves no se utiliza más. Y pierden todo su tiempo en estas fantásticas especulaciones. Pero la afirmación de que perdían el tiempo pronto dejó de ser sostenible. Al menos los que estudiaban a estos hombres gradualmente reconocieron que algo había sido redescubierto. El mismo Bruni fue elogiado por haber encontrado de nuevo “la antigua fluidez de estilo”. Esa fluidez de estilo es lo que estos hombres apreciaban y lo que realmente recuperaron. Muy poca gente, demasiado poca, me parece, se dedica hoy en día a leer latín humanista. Pero los que sí lo hacen sabrán que de hecho la lengua tiene una bella fluidez. Por momentos se vuelve más elegante que sustancial, pero la necesidad, o la sensación, de que ahí hay algo que recuperar se propaga desde Italia hacia el norte y más allá de los Alpes, y esto es lo que quiero demostrarles ya que están particularmente interesados en cómo el Renacimiento llegó a Inglaterra. Primero cruzó los Alpes como un movimiento universitario a favor de una reforma de la educación.

En el norte se observa un choque mucho más obvio entre las tradiciones de la Edad Media y los cursos universitarios y quienes habían aprendido las nuevas ideas en Italia, luego de que el movimiento iniciado por Petrarca tomara impulso. En 1515 estos jóvenes impetuosos, que se autodenominaban poetae –los poetas– a diferencia de los hombres instruidos, cometieron un fraude maravilloso. Publicaron un libro llamado Epistolae Obscurorum Virorum, las Cartas de hombres oscuros. Estas cartas fingían, o pretendían, ser cartas de profesores universitarios conservadores que se quejaban entre ellos del espantoso movimiento que los había privado de su prestigio. Sólo puedo leerles la traducción de una de estas cartas, o un extracto de ella, para que tengan una impresión de esta sátira que debe de haber tenido gran parte de verdad y probablemente se haga eco del tono de quienes realmente reprobaban tanto a los poetae.

No hace falta decir que están deliberadamente escritas en un atroz latín que no puedo imitar: “Creo que estos poetas tienen el diablo en el cuerpo. Destruyen todas las universidades, y me enteré por un magister de Leipzig que enseñó ahí durante treinta y seis años y que me dijo que cuando era joven la universidad se encontraba en buen estado pues entre veinte mil estudiantes no había un solo poeta, y era un escándalo que un estudiante fuera a la plaza del mercado sin Petrus Hispanus o la Parva Logicalia bajo el brazo. Y cuando veían un magister se aterraban como si hubieran visto al diablo… En esa época la universidad prosperaba de verdad, y si alguno de ellos confesaba que secretamente había asistido a una clase sobre Virgilio el sacerdote imponía un duro castigo… ¡Ay, si las cosas siguieran siendo así en la universidad! Ahora, de veinte estudiantes, apenas uno quiere obtener un título, y los demás sólo quieren estudiar humanidades. Y si el magister da clase no tiene público, pero en las clases de los poetas hay tanto público que parece un milagro. Y debemos rogar a Dios que todos los poetas mueran, pues ¿no es mejor que unos pocos poetas mueran antes que todas las universidades perezcan?”

Este sentimiento de superioridad respecto de los maestros tradicionalistas lo compartían los grandes humanistas del norte, sobre todo Erasmo de Rotterdam, que en 1517 se regocijaba: “Las cartas educadas, que estaban casi extintas, ahora las cultivan los escoceses, los daneses y los irlandeses”. Los humanistas habían enseñado a sus alumnos algo que no sabían: la antigua belleza de estilo.