Vero Deo congruentia: cristianismo y cultura clásica, en diálogo


En su libro El sueño del humanismo (Alianza Editorial, 1993), Francisco Rico escribe acerca de cómo el ideal de los humanistas renacentistas, desde Petrarca hasta Erasmo, pasaba por aunar el estudio de los clásicos grecolatinos con la doctrina del Evangelio. Este diálogo permanente, que con frecuencia debía obviar tanto los excesos de unos y del otro, tenía como fundamento una visión más íntima de la religión frente a la institucionalización eclesiástica, además de postular una armonía social y un sincretismo cultural que, tarde o temprano, acabaría siendo arrasado por las guerras y los múltiples sectarismos en liza.

Una moral copiosamente ilustrada en los clásicos postula por principio una ley natural acorde con la revelada y anterior a la Redención, y de manera más o menos expresa supone, por tanto, que los gentiles, al mostrar los atributos de la una, preparan también para la otra. La naturaleza humana había sido bien creada, Jesucristo no vino a cambiarla de sustancia, sino a renovarla, a brindarle un segundo nacimiento, perfeccionándola: «Quid autem aliud est Chrísti philosophia, quam ipse renascentiam vocal, quam instauratio bene conditac naturae».

En ese sentido, el hombre es siempre el mismo, porque el Señor lo ha querido así y ha dado incluso a los paganos una luz que les permitiera distinguir las virtudes inmutables y hasta vislumbrar los vestigios del único Dios verdadero. No cabe, pues, condenar el estudio de los antiguos, pero el estudioso no podrá sino sentirse obligado, ante los demás y ante si mismo, a insistir en que a cada paso ofrecen enseñanzas válidas para el cristiano: «permulta reperire hect in Ethnicorum libris quae cum [Christi] doctrina comentiant». Las citas son de la Paraclesis de Erasmo, pero el pensamiento, lo formulara o no, podía ser de cualquier humanista con dos dedos de frente, como lo había sido de más de un Padre de la Iglesia. Coluccio Salutati, por ejemplo, entendía que «la ley divina imprime en la mente humana la ley natural, que es regla común de los actos del hombre y nos impulsa el alma hacia lo decretado por la ley divina, inamovible y eterna»; y porque pensaba así, podía leer la Eneida, pongamos, descubriéndola conforme verso a verso con los dictados del Dios verdadero, «vero Deo congruentia». El cultivo serio y continuado de los studia humanitatis difícilmente admitía otras bases, y claro está que en ellas iban implícitos el apóstol Cicerón, San Sócrates y el «Platone, quello uomo divino» que sacaba de quicio a Savonarola: era únicamente cuestión de grado (y de mañas literarias).

El santoral de apócrifos es simplemente un subproducto pintoresco: la consecuencia honda está en la actitud espiritual que esos planteamientos favorecieron. A fuerza de hacerlos suyos, en efecto, los humanistas se habituaron no solo a una larga medida de tolerancia con ideas y conductas que teóricamente no podían aprobar, sino a la búsqueda de tinas constantes éticas que en última instancia unieran a los hombres, cristianos y gentiles, por encima de tiempos y fronteras. El talante de la búsqueda tenía que ser optimista respecto a la bondad última de la naturaleza humana, y el terreno de encuentro se hallaba por fuerza en generalidades un tanto vagas y, con excesiva frecuencia, en un sincretismo, debilísimo en rigor histórico, impuesto por la necesidad de faire feu de tout bois.

Ahora bien, al razonar y al proceder así, era inevitable que toda una zona de la realidad cristiana quedara relegada a una discreta penumbra. El prurito 'profesional' del humanista lo llevaba a abultar las coincidencias con la moral de los clásicos, a costa de atenuar, tergiversar o esconder las diferencias más ostensibles o, en ciertos casos, más superficialmente religiosas. No había ninguna dificultad cuando se trataba de universales éticos como los enumerados en la Paraclesis: ninguna escuela antigua, ninguna «factio philosophiae», enseñó nunca que el dinero dé la felicidad; los estoicos defienden que solo el bueno es sabio; Sócrates exhortaba a no devolver las ofensas; Epicuro proclama que jamás será dichoso quien no tenga la conciencia tranquila, etc., etc. Pero la cuestión se agigantaba, hasta la inviabilidad, si Epicuro o los estoicos tenían que resultar igualmente ejemplares en otro orden de cosas que, incluso cuando no lo monopolizaba, tendía a llevarse una parte inmensa del vivir cristiano de la época: los sacramentos, los dogmas exclusivos, la liturgia, los preceptos eclesiásticos, las costumbres devotas...